miércoles

Una difícil situación (I)

UNA DIFÍCIL SITUACIÓN.
Primera parte


 Amigo lector: A modo de prólogo, te tengo que decir que el testimonio vivo y directo del pasaje de nuestra reciente historia que estás a punto de comenzar a leer, le he escrito al filo de cincuenta años que hace que sucedieron los hechos. Estamos en septiembre de 2007 y los acontecimientos que viví en primera persona, se remontan al mes de noviembre de 1957. Para intentar plasmar en un breve escrito algunos de mis vagos recuerdos, ha sido preciso echar mano de algún que otro libro sobre la guerra de Ifni que me ha facilitado el nombre de algunos lugares por los que anduvimos formando parte de la I Bandera paracaidista del E.T. Nombres de los que en su día y por mi juventud apenas tuve noción de saber en dónde estábamos. Y para aderezarle con algunas fotos paracaidistas, ya que yo no tengo ninguna propia, las he tomado prestadas de las varias que me han remitido algunos de los compañeros paracaidistas que vivimos esta difícil situación y que nos hemos reencontrado en una asociación internauta de veteranos.
 En 1951 Francisco Franco revitalizó la ciudad africana de Sidi-Ifni y en 1956 la ciudad ya se asemejaba bastante a una pequeña Melilla. Se construía el edificio para el Gobierno, un Ayuntamiento, un banco, el edificio de Hacienda, la Iglesia, un casino, un colegio, la central eléctrica, un instituto, el edificio de Correos, un hotel, se hizo la traída de agua para la ciudad, un zoco, una mezquita, un cine, el Hospital, la Terminal del Aeropuerto…..
 En abril de 1956 ya me encontraba alistado a la Legión y destinado en el Tercio Alejandro Farnesio con sede en Villa Sanjurjo, cerca de Melilla, cuando España concedió la independencia a Marruecos del hasta ese momento Protectorado Español. No transcurriría mucho tiempo para que comenzara en los territorios de Ifni, el levantamiento contra la legal ocupación por los españoles por parte de grupos de moros alentados por Marruecos, aunque siempre se alegó que eran grupos incontrolados. Un año antes de estos acontecimientos, se empezó a detectar rumores en los zocos del interior de concentraciones hostiles, con ametrallamiento nocturno de los puestos fronterizos con Marruecos. España no se podía permitir entonces una guerra contra el moro y lo que procedía era iniciar unas negociaciones. Pero no había mucho tiempo para ello. El Gobernador de Ifni ya había solicitado al Ministerio de la Guerra un aumento de la guarnición que se sustentaba hasta entonces en el Grupo de Tiradores de Ifni y un Grupo de Artillería. Al final llegaría la Legión y los paracaidistas, así como otras fuerzas del resto de la Península. Casualmente fue el asistente indígena de un capitán de Tiradores de Ifni, quien le alertó de que durante la noche del 22 de noviembre de 1957 se descolgarían sobre la ciudad varios grupos de asaltantes para pasar a cuchillo a todos los españoles. Estaban adjudicadas a cada grupo de asaltantes las casas para una aniquilación total. En la ciudad había un barrio moro muy numeroso formado por antiguos desertores de los Tiradores de Ifni y que junto con los indígenas de fuera, estaban dispuestos para el asesinato de los civiles y posterior saqueo de sus casas. Parecía ser una de tantas alarmas más y como siempre sin el fundamento, de las muchas con que se amenazaba a la ciudad, pero alguien observó que un rico comerciante de Ifni había liado el petate y se dirigía, la tarde anterior, directo a la frontera como previendo un desastre inminente. Cuando pasada la media noche aparecieron confiados los asaltantes, fueron rechazados desde las posiciones defensivas situadas en la afueras. Ifni salvó su integridad debido al factor humano. De haberse consumado aquel asalto se hubiera producido una trágica carnicería semejante al desastre de Annual de 1921.
 Ya lo decía el célebre novelista francés André Maurois: “La memoria es un gran artista que hace de la propia vida una obra de arte, y a veces también un documento falso”.
Veremos lo que puedo contar en esta crónica para que se ajuste más o menos a la verdad. Al poco tiempo de llegar nosotros, el Grupo de Tiradores de Ifni, una Bandera de la Legión y otra de Paracaidistas, organizaron columnas de penetración para llegar a sus destinos y así evacuar a los militares españoles, funcionarios y a sus familias, y replegarse todos hacia Sidi-Ifni. Los malos caminos y senderos, batidos por los moros desde las alturas, fueron el comienzo de un largo rosario de muertos y heridos en aquella guerra ignorada. Tiugsa, Tenín, Mesti, Telata y Tiliuin entre otros, marcarían los objetivos de penetración en movimientos de ida y regreso hasta la capital. En muy pocas palabras trato aquí, a través de una modesta relación de la crónica de una difícil situación escrita por mi parte, sin orden ni concierto, con algunos recuerdos que me vienen a bote pronto a la mente después de 50 años que ocurrieran los hechos y que nada tienen que ver con el verdadero ardor guerrero propio de los jóvenes paracaidistas. Por eso mismo y para no dejarme a nadie en el tintero he decidido citar solo algunos nombres de mis compañeros del 12º curso paracaidista del E.T. que estuvieron conmigo en Sidi Ifni. Por otra parte hay que señalar que el planeamiento logístico del Ejército situó en el territorio de Ifni a cerca de 10.000 hombres aunque otras fuentes de información señalan diferentes cifras.
 Mis propios recuerdos de aquella guerra, son en especial y en primer lugar para Juan Antonio Espí; José L. G. Vicente; Martínez Izquierdo; Joaquín Torrecillas; Diego Martínez Belso; Vozmediano; José Gascón y para Guillermo Guajardo. Que estábamos en guerra era un hecho sabido. Después de haber llegado cualquier mañana a una determinada cota, y habiéndola tomado a veces con muy poco esfuerzo y sin bajas, se la dejábamos calentita a otros soldaditos de reemplazo que iban de un lado para otro para que la defendieran. Por la tarde de aquél mismo día, formábamos en la explanada del campamento para salir al pueblo de paseo mientras el teniente de guardia nos pasaba revista de manos y uñas limpias. Éramos o nos llamaban los niños de la brillantina. Íbamos al cine a la planta de arriba que curiosamente era más cara que el patio de butacas, y allí nos sentábamos sin querer o queriendo, al lado de los oficiales y en alguna ocasión al lado nada menos que del general Zamalloa.
 Vivíamos relativamente bien mientras que los soldaditos españoles de otras unidades como el Regimiento “Soria” nº 9, bajaban a nuestro campamento desde las crestas del monte Bul-A-Lan a pedirnos algo de comer. Ese era un momento de los más desagradables de esta difícil situación y nos volcábamos todos en hacer un acopio para ellos de comida, botellas de licores e incluso de dinero. Nunca me pareció justo que mientras a nosotros los paracaidistas o legionarios, nos completaban el rancho con un paquete de tabaco rubio, otros soldados españoles pasaban allí verdadera hambre y miseria. Algunas noches hacíamos las guardias de a dos para no morirnos de miedo. En algún momento a alguien se le escapaba un tiro y se preparaba una ensalada de tiros cruzados hasta que algún mando nos mandaba callar. Al otro día aparecía algún burro muerto por las cercanías. Cuando soplaba el Siroco que era casi todas las noches, estando de guardia creíamos que oíamos arrastrarse a los moros esperando que se alzaran para cortarnos el cuello. No veas. Para fijar los puestos de guardia, nos los señalaban de día, pero encontrarlos de noche cerrada era otra cosa muy diferente. Otro día en que estábamos recluidos bajo las lonas de la tienda un poco aburridos, hicimos una encuesta para saber quien era a juicio de los demás, el más aguililla. Sólo uno me ganó. No digo quién. Pero cuando caí herido y por llevar unas simples botas de lona, perdí solo el pie derecho. Si llego a llevar las botas reglamentarias, la onda expansiva quizás me hubiera dejado ciego, o me hubiese reventado el bajovientre. Me acuerdo también de la pantomima que se montó un día, haciéndonos correr a todos ladera abajo del monte Bul A Lam, gritando como energúmenos mientras un cámara tomaba las imágenes para el NO-DO. Junto a otros que corríamos sin saber de qué iba la película, yo tropecé y di varias vueltas de campana. Pura ficción del cine de acción. Un buen día durante el regreso a nuestro acuartelamiento, hicimos prisioneros a unos moros y yo les cargué con nuestra pesada impedimenta. Cuando llegamos al puesto de mando fui amonestado y sancionado. No cumplí el arresto por tener que salir de seguido en otra misión procurando hacer más prisioneros para interrogarlos por algún desconocido intérprete. Aunque creo recordar que había un cabo paracaidista nacido en Melilla que sabía algo de árabe. Al cabo 1º, Francisco Ortega, muy querido y respetado por todos, no le pegué un tiro porque reaccioné a tiempo. Salió de una casa mora con una chilaba de moro puesta. Parece que le estoy viendo reírse de todos nosotros al ver las caras de susto de mis compañeros. Al volver al campamento después de estar nueve u once días sin comer, mas que higos chumbos secos y beber agua roja (que por cierto estaba muy buena) de los pozos artesianos y sacando el agua con los cascos atados con correajes, a una gran distancia del campamento ya se olía el perfume embriagador de una buena paella que nos esperaba. Sin más y una vez con el plato de aluminio en ristre y formados en fila con más o menos desgana, nos llenaron el plato y yo al menos, solo fui capaz de tomar dos cucharadas y a continuación sentir que mi estómago, empequeñecido por la inanición involuntaria de varios días, se negó en redondo a admitir ni un grano más. La molesta sensación hasta que se normalizó, duró también algunos días. Llegué a aborrecer la carne del matadero de Mérida y las sardinas en lata. Esa era la comida en frió que llevábamos cuando salíamos del campamento en misión de liberación de algún puesto avanzado defendido por españoles. Otro día se nos ocurrió dentro del acuartelamiento junto a las tiendas de lona y en una depresión del terreno donde vaciábamos la paja vieja de las colchonetas, y desconociendo que allí iban a parar algún que otro cartucho del Mauser, se prendió fuego a la paja para que las latas de leche condensada se solidificaran o algo así. Entonces se lió una ensalada de tiros cuando estallaban los cartuchos. No pasó nada. Solo un susto pero la leche condensada cocida estaba riquísima. Costaba creo que era unas 25 pesetas el que le lavaran a uno el traje de faena. Era en los lavaderos y duchas y algún buen amigo mío se sacaba un sobresueldo. Con tan solo los seis saltos desde el avión obligatorios para ser merecedor del título de Cazador Paracaidista, hicimos un salto preparatorio en Ifni estando previsto caer sobre el campo de aterrizaje del aeropuerto. Un compañero paracaidista que al parecer pesaba menos de la cuenta fue arrastrado por el viento y apareció bastante alejado. Y es que para ser paracaidista había que pesar y medir lo justo, ni un gramo ni un centímetro de más ni de menos. Cuando lo del salto de Erkúm yo pensé que nos tiraban sobre el mar porque cuando se encendió el piloto verde, sólo ví debajo de mí el mar. Mejor dicho el océano Atlántico. Salté con mis compañeros y yo llegué al suelo sin novedad. Pero otros cayeron sobre chumberas y los pinchos les duraron varios días clavados en las piernas o en el culo. Otro perdió algún que otro diente. A otro compañero se le dobló un poco el cañón del Mauser y cuando disparó contra los moros que estaban alejándose a la carrera casi le estalla el arma. Hay que ver cómo corrían los famélicos moros. El recoger los paracaídas fue otra odisea. No es lo mismo saltar cualquier día y recoger el paracaídas, con siempre alguna dificultad, que hacerlo en aquellas condiciones de nervios ante lo desconocido. Aunque para mí que el mando estaba demasiado tranquilo. Encontramos el pueblo casi abandonado y para que sonaran algunos tiros, dijo el teniente Galera que tiráramos sobre los cazos y enseres de aquella pobre gente. Uno de los paracaidistas que tenía muy cerca de mí realizó un solo disparo sobre algún moro que huía y entonces el teniente Galera casi le fulmina con una tajante orden de ¡alto el fuego! legionario. Comprendí que allí no estábamos para matar a la población indígena. Siempre seremos unos quijotes. Cuando a lo largo de las marchas a pie llegábamos a algún poblado, los moros ya se habían marchado precipitadamente. En una ocasión nos dejaron la mesa servida. Encima de una plancha de hierro de un bidón se freían en su propio jugo un buen montón de langostas. De las que vuelan. Yo nunca probé cómo saben los saltamontes fritos. Supongo que no estarán mal del todo. Volvía una tarde al cuartel después de pegar unos tiros de extranjis en la playa, cuando ví que delante de la puerta estaba parado un enorme vehículo blindado francés con soldados senegaleses que nos invitaron a tomar unas cervezas frías que sacaron de una cámara frigorífica incorporada al vehículo. Igualito que nuestros destartalados camiones destinados a última hora para el transporte de los paracaidistas o para llevar las marmitas de rancho a la primera línea del frente. En una ocasión llegaron unos mandos y nos reunieron para enseñarnos el manejo de la radio a la espalda. Un mamotreto que pesaba lo suyo. Tras dos cortas lecciones teóricas dejaron una radio en mi sección. Unas cuantas noches después fui despertado y ordenado a bajar al cuerpo de guardia para acompañar con la radio puesta y conectada al general Zamalloa durante un paseo nocturno por la zona visitando los puestos de vigilancia. Menos mal que no se le ocurrió dictar ninguna orden a través de la radio porque yo apenas la sabía manejar. Por las noches hacía mucho calor dentro de las tiendas y algunos salíamos a dormir fuera, sobre el suelo, envueltos en la manta. Como resulta que después del anochecer bajaba de golpe la temperatura exterior, una noche me desperté para volverme a la tienda porque estaba helado de frío y entonces ví que junto a los otros felices durmientes, estaban acurrucadas sendas ratas que buscaban el calor de los humanos. Salieron huyendo las ratas, pero yo no volví a dormir fuera. Hacíamos la instrucción en orden cerrado con desfiles y esas cosas, además de hacer una carretera hasta el Bul-A-Lan a base de pico y pala y con toda la impedimenta. Como resulta que estábamos en guerra, llevábamos al campo las cajas de munición para los fusiles ametralladores completas, por si acaso era necesario liarnos a tiros con los moros. Las cajas de munición pesaban de lo lindo y algunos inconscientes o creyéndonos muy listos, las llevábamos vacías. Hasta que nos pilló el teniente Galera. Cuando fuimos a recoger cada cual la suya después de la instrucción en orden cerrado, nos cazó literalmente y nos castigó dos semanas a llevar además de las cajas llenas de balas, un macuto lleno de piedras como los del pelotón de castigo. Desde el primer momento yo comprendí que el castigo era justo y busqué piedras que no había, y las cargué a tope en mi macuto. No así otros, que al parecer los llenaron con cuatro piedras pequeñas y un importante relleno de papeles para que sus macutos abultaran y parecieran llenos. Al segundo día, estaba el teniente junto a su enlace en un alto de la carretera cuando mandó parar al pelotón de castigo y quitarnos los macutos. Yo formaba el último y empezó la descarga a la que ayudaba el enlace del teniente. Fulano, -nos llamaba por el nombre- fuera macuto, sin más. Zutano, fuera macuto, sin más. Y así, hasta que me llegó el turno. Entonces el enlace va y alarga el brazo y como mi macuto pesara más que los anteriores, se fue al suelo porque no se esperaba el sobrepeso. Siento que los demás siguieran arrestados, pero a mí me fue quitado el castigo. ¡Fuego el uno!, mal, ¡fuego el dos!, mal, ¡fuego el tres!, mal, ¡fuego el cuatro!, bien, ¡fuego el cinco!, mal. Así varias veces. El que hacía el número cuatro siempre acertaba en las latas dispuestas a modo de diana, o se acercaba bastante. El teniente, provisto de prismáticos nunca supo que yo, el número cuatro, mientras los demás compañeros paracaidistas resoplaban después de una carrera con cuerpo a tierra incluido y al mismo tiempo teniendo que cargar el fusil, yo tomaba aire para serenarme porque nada más empezar la carrera metía a toda prisa las balas en el depósito del Mauser ayudándome de una laminilla de cargador. Así, metidos los cartuchos de golpe, podía correr como todos y mientras los demás tomaban un instante de resuello y cargaban el fusil rebuscando las balas en aquellas bolsas que nos dieron, yo respiraba acompasadamente para serenarme y así centrar la puntería. Un listillo.

 El teniente Galera de mi sección, sustituto del teniente López-Pérez herido, creo que me había tomado cierta tirria porque anteriormente yo me había negado a ser su enlace. Me mandó al cuerpo de guardia a que me esperara qué sanción me correspondía. Solución salomónica: Me ordenó que buscara un sustituto. Después de aquello del “éxito” en el tiro, y lo de la radio con el general Zamalloa, me tomó un cierto afecto. Es más, con el tiempo pasé a la Sección de Asalto por él mandada como su “enlace de guerra”. Durante la operación Gento se produjo la herida del teniente López-Pérez. Había habido algunas bajas y además un susto en mi sección de la 1ª Compañía. El teniente López-Pérez cerraba la retaguardia que ahora manteníamos contacto con los moros en un momento de mayor presión. Cuando todos se reunieron y ante la ausencia del teniente y unos cuantos paracaidistas, el Capitán Pedrosa detuvo el repliegue y comenzó la búsqueda de los desaparecidos. Por fin, más atrás aparecimos el teniente, Vico y yo, cuerpo a tierra disparando contra el enemigo. El teniente había sido herido en un pie y se negó a ser arrastrado por Vico y por mí, así que no tuvimos más remedio que quedarnos allí haciendo fuego contra el enemigo a la espera de que vinieran a ayudarnos. Cosa se sucedió en media hora pero que nos pareció una eternidad. De repente me acuerdo de que cuando por fin, con unas muletas prestadas me llegó el momento de regresar a mi casa tras la obligatoria estancia en el Hospital de Las Palmas, parece que les envolvió a los mandos que yo había tenido el espíritu inculcado por el Tte. General Pallás. Para librarme de un pesado viaje en barco hasta la Península y después en un vagón de tren de tercera clase un incómodo viaje hasta Madrid, que yo recuerde fueron los tenientes, Galera y Ximénez de Embún quienes canjearon poniendo el dinero de su bolsillo mi pasaporte reglamentario por un billete en avión hasta Barajas. Creo sinceramente que si sigo pensando sobre aquellos tiempos, y antes de que me visite el Sr. Alzheimer, quizás en algún otro momento apareceré de nuevo en esta difícil situación contando mis particulares batallitas. Transcurría el año 1956. El almacén de materiales de la empresa de calefacción donde trabajaba como delineante proyectista, estaba a cargo de un empleado llamado Lucio que también trabajaba en el taller de bobinados de motores ayudando en los experimentos de D. Esteban. Este buen Lucio había tenido un hijo en Francia que había regresado recientemente a España tras licenciarse como paracaidista francés. En sus ratos libres Lucio me contaba cosas de la vida militar de su hijo en Francia como paracaidista destinado en Marruecos. Para entonces yo había cumplido de sobra los diecisiete años. Y por aquel tiempo ya tenía pensado marcharme a América a trabajar. Dejé transcurrir un breve espacio de tiempo. Había visitado las embajadas y consulados de Argentina, Venezuela y México, pero siempre me decían lo mismo, que necesitaba un permiso paterno o haber hecho la mili en España. La mayoría de edad era entonces a los 21 años. Empecé por tratar de convencer a mi madre, pero supe que ella, por haberse casado en segundas nupcias, había perdido la patria potestad sobre mí como su hijo. Era necesario recurrir a un consejo de familia para obtener ese permiso o en su defecto el haber hecho el servicio militar obligatorio de manera voluntaria. Por aquél entonces se decía que en América todo el mundo tenía pistola para defenderse. Que era necesario saber utilizar un arma. Y entonces un buen día y para hacer lo antes posible el servicio militar y para conocer el uso y manejo de las armas, me fui a un banderín de enganche en Madrid y me alisté firmando por dos años en La Legión. Eso fue el día 5 de febrero de 1957. Habiendo nacido el día 15 de noviembre de 1938 contaba en ese momento con 18 años y tres meses de edad. Con eso, ganaba de tres a seis años y para mi espíritu aventurero era mucho tiempo. Me iría a América recién cumplidos los veinte años con la mili cumplida y con una suficiente y conveniente práctica en el manejo de las armas. Mi madre se llevó un gran disgusto y fue a buscarme al banderín de La Legión pues la policía le dijo dónde me encontraba. Lo cierto es que también la advirtieron que si bien podían devolverle en contra de mi voluntad, lo probable es que me volviese a escapar. Fue a verme a Vallecas al banderín de la Legión que estaba en la calle Picos de Europa de Madrid, pero no hubo manera de hacerme desistir. Ya me habían pelado al cero, me habían duchado a manguerazos y me habían desinfectado con DDT. Había cambiado el trabajo cómodo como delineante en la empresa Imes, por la ilusión juvenil de emprender otra nueva vida para irme después a América. Hay que decir que en la España de entonces, la inmensa mayoría de los jóvenes de mi edad y que desarrollaban trabajos de responsabilidad, estábamos muy mal pagados y por tanto los sueldos no daban para hacerse rico. Y yo quería llegar a ser rico. Otras gentes se marchaban a Alemania o a Suiza a trabajar mientras mal vivían en barracones debido al problema con los idiomas. Yo quería irme a América que aun siendo mucho más peligroso, se ganaba mucho más dinero y el problema del idioma allí no existía. Una vez enrolado en La Legión, fui destinado a Villa Sanjurjo cerca de Melilla en el protectorado español de Marruecos. Allí hice el periodo de recluta que no me resultó tan duro como se decía. En La Legión y tras el periodo obligatorio de recluta, me destinaron a la compañía de la Plana Mayor de Mando del Tercio Alejandro Farnesio IV de La Legión. Debido posiblemente a mi profesión de delineante proyectista y a mi costumbre de tener un lapicero entre los dedos, me especialicé como panoramista, que tenía como misión la de dibujar con todos los detalles posibles y sobre un bloc, los panoramas que se vislumbraban desde cualquier punto. Al parecer ese trabajo era muy necesario en la atrasada estrategia militar de aquel momento. La compañía de transmisiones la componían unos legionarios que a base de emplear el código Morse accionaban unas persianas de tela para las comunicaciones. Había firmado un compromiso por dos años de permanencia en La Legión, y pensaba cumplirle íntegramente. Pero solo habían transcurrido poco más de cinco meses y ya estaba cansado de la legionaria rutina diaria. Siempre seré consciente de que jamás me haría ningún tatuaje de aquellos tan frecuentes en la Legión, en la cárcel o en la Marina. No tengo nada en contra de los tatuajes, pero no me gustan. En la actualidad cualquier imbécil, y solo por presumir no sé de qué o por alguna otra razón, se tatúa el cuerpo sin necesidad de haber pasado por aquellos lugares en los que parece obligatorio el hecho de tatuarse algún lema sobre el pecho o los brazos. Estoy y estaré mientras viva muy orgulloso de haber servido en la Legión española, pero en aquellos momentos en que pensaba irme a América después de cumplirse mi compromiso de dos años, me pareció que quizás no fuese prudente en posteriores ocasiones el descubrir mis brazos tatuados. Por otra parte, al no hacer servicios de armas en la Plana Mayor de Mando, la experiencia que quería obtener en el uso de las mismas se veía muy mermado a pesar de que durante el verano del 57 ya se oían rumores de un traslado a otras zonas por un posible conflicto armado con unos moros insurrectos en la zona occidental africana. En cualquier caso y ante mi ignorancia, pensaba yo que la Plana Mayor de Mando estaría separada y al margen de cualquier acción directa de guerra. Ante la duda, opté por trasladarme a Alcalá de Henares para hacer el curso de paracaidista del Ejército de Tierra. Algún tiempo antes, en el cuartel de la Legión, a unos cuantos compañeros que como yo querían hacerse paracaidistas, nos hicieron a todos un exhaustivo examen médico. Nos inspeccionaron desde los dientes, hasta las plantas de los pies. En Alcalá de Henares también superé los exámenes físicos correspondientes entre ellos el salto a la lona, y un conjunto de jóvenes voluntarios fuimos enviados después a Alcantarilla, localidad de Murcia, donde estaba ubicada la escuela de paracaidistas del Ejército del Aire.
 La preparación física era exhaustiva y durísima en Alcantarilla, pero tras los seis saltos de rigor, el día 9 de noviembre de 1957 obtuve el título de Cazador Paracaidista con nº 02.255, extendido por el Ejército del Aire Español, correspondiente al 12º curso del Ejército de Tierra. De regreso a Alcalá de Henares y sin apenas tiempo para ver a nuestras familias, el doceavo curso de paracaidistas, todos nosotros bisoños, más los veteranos acuartelados de la I Bandera, fuimos armados debidamente y trasladados directamente en avión hasta el aeropuerto de Sidi-Ifni en el África Occidental Española. Antes de nuestra llegada a Ifni, ya se habían producido las primeras escaramuzas con los moros rebeldes. No obstante y puesto que muchos de los paracaidistas éramos prácticamente unos novatos sin ninguna preparación militar, debimos ser instruidos a toda marcha. La preparación consiguiente, con algún que otro sobresalto incluido, resultó bastante eficaz y es que los tiros por encima de las orejas le hacían despabilar al más tardío de reacciones. Las navidades de 1957 no fueron malas del todo y resultaron casi divertidas para algunos, aunque no para aquellos que debían estar de guardia permanente. El espíritu militar de aquellos jóvenes estaba salpicado de anécdotas simpáticas con las intervenciones artísticas de algunos de nosotros.
Carmen Sevilla y Miguel Gila, entre otros artistas del momento, llegaron allí para actuar ante los paracaidistas y así alegrar un poco la Noche Buena de aquel año. La insistencia del teniente Galera me obligó a hacer el curso de cabo y sin proponérmelo me encontré con el nombramiento de cabo segunda, interino. Gracias a este nombramiento y cuando después de ser herido ingresé en el Benemérito Cuerpo de Caballeros Mutilados por la Patria, mis siguientes ascensos no comenzaron desde soldado raso, ahorrándose un tiempo muy valioso para posteriores ascensos. Con el nombramiento de cabo de segunda y mis galones cosidos a la hombrera de mi uniforme de faena y a la bocamanga del traje de paseo, pude acceder al cargo de ayudante del maestro armero de la I Bandera paracaidista destacada en Ifni. Allí llegué a familiarizarme con armas cortas de todo tipo. Cuando las pistolas o los revólveres de los oficiales estaban recompuestas por el Maestro, yo era el encargado de hacer las prácticas de funcionamiento y tiro, y cuando llegaban armas desconocidas e inservibles, yo también me encargaba de desmontarlas para recuperar algún elemento que pudiese valer para los arreglos de otras armas. Para hacer las prácticas de tiro con las pistolas arregladas, me iba a una playa lejos del cuartel y allí disparaba cuantos cartuchos de diferentes calibres fueran necesarios. Me llevaba a dos de mis colegas como escoltas y vigilantes, en concreto a Guillermo Guajardo y a José Gascón, ya que aquello no era legal del todo, y así ellos también practicaban disparando en diferentes posturas a todo lo que nos proponíamos. Llegaron los nuevos fusiles de asalto Cetme y por aquello de ser el ayudante del Maestro armero, fui de los primeros paracaidistas, después de varios oficiales, en comprobar la eficacia de ese nuevo fusil de asalto de diseño y fabricación enteramente española muy bien aceptado en aquellos días por otros ejércitos del mundo. Al parecer, seguían funcionando a pesar de haberles metido adrede en polvo y barro.
 Anteriormente a este relato y en una acción de apoyo para la retirada de otras fuerzas españolas, intervine en un destacado hecho de guerra que quedaría expuesto en las páginas del libro “La Guerra Ignorada de Ifni”, escrita por el periodista Ramiro Santamaría. Sin embargo y como no era para tanto, ni mi compañero Vico ni yo fuimos condecorados por aquella acción. También en otro libro, esta vez sólo sobre los paracaidistas en Ifni, otro autor citaría ésta y otras situaciones en la que yo intervine. Este libro me le regaló mi hija Laura el año 1998. También conservo y para siempre, el libro sobre la instrucción paracaidista que me dieron al comienzo del curso en Alcantarilla. Tiene por título el de Manual de Paracaidismo y está fechado y editado en Alcantarilla en 1955. Transcurría el tiempo en Sidi-Ifni pasando mucho calor durante el día y mucho frío por las noches, pero ya haciendo otros planes para pasarme antes de que nos marchásemos de allí, a las fuerzas mixtas expedicionarias del desierto, a las que con los galones de cabo segunda, decían, que se accedía a un empleo asimilado al de “sargento” para el mando directo sobre grupos de fusileros moros que operaban en territorio mauritano. Lo cierto es que en marzo de 1958 apenas si se escuchaban tiros y la guerra estaba acabándose por días. Pero aún podían pasar accidentes. El día cuatro de junio de 1958 me sucedió a mí uno y grave. La noche anterior tuve como una premonición. Soñé algo muy extraño y me desperté tembloroso. A las seis de la mañana nos fueron despertando sin toque de diana y todos nos vestimos con el uniforme de campaña. Yo me calcé unas botas de lona que estaban permitidas y que eran muy cómodas en vez de las clásicas botas de los paracaidistas de cuero y suela de goma gruesa y dura. Llevaba mi radio-teléfono a la espalda y me encontraba transmitiendo las novedades, cuando por mala fortuna pisé una mina enemiga contra-personas en el monte Buyarifen y caí al suelo como fulminado por un rayo. Quise levantarse y me fue imposible. Era como si tuviese clavado mi pie derecho en el suelo. Curiosamente aún no sentía ningún dolor. Llegó un sanitario y me hizo un torniquete por encima de la rodilla. Traté de ponerme en pie y noté cómo si al pisar el suelo, lo hiciese sobre el fango. Me trasladaron al hospital de Sidi-Ifni urgentemente, mientras me preguntaban por mi grupo sanguíneo. Al llegar allí oí decir a alguien refiriéndose a mí, que parecía muy asustado. Le contesté con rabia volviendo la cabeza: ¿y usted cómo estaría en mi caso? En esos momentos ya sentía un dolor muy agudo en la pierna. Tan agudo, que quizás por eso no llegué a perder el conocimiento. Cuando me pusieron la mascarilla de la anestesia aspiré con fuerza el gas deseando perder cuanto antes el conocimiento y el dolor. Durante la operación quirúrgica soñé cómo me aserraban los huesos. Cuando desperté de la anestesia recordé lo que me había pasado y levanté los pies, pero solo levanté el pie izquierdo. Por la tarde llegaron al hospital mis amigos y colegas con caras compungidas pero se extrañaron porque les dijera que si yo no estaba preocupado, no había razón para que ellos lo estuvieran. Fui sido operado de urgencia en el hospital de Sidi-Ifni y días después trasladado en avión al hospital de Las Palmas de Gran Canaria para un largo periodo de convalecencia. Alguien diría después que si bien había perdido el pie por la explosión de la mina enemiga que era casera y de escasa potencia, de haber ido calzado con las botas reglamentarias de suela gruesa, la honda expansiva me habría podido dejar ciego o afectado al estómago e incluso a las partes nobles. Lo cual habría sido fatal porque mis cinco hijos no estarían en este mundo. A eso de las tres de la mañana de aquel fatídico día 4 de junio de 1958, cuando se dice que los seres humanos tenemos las defensas más bajas y los centinelas se suelen quedar dormidos siendo entonces y precisamente, el momento adecuado para atacar las posiciones enemigas…… Fue en ese instante cuando tuve un mal presentimiento y apresté los oídos por si escuchaba algún ruido exterior. Así, alerta, me mantuve un buen rato y como no oyera nada raro, poco a poco me volví a quedar dormido. Habían despertado a la 1ª Compañía al completo y una sección de la 2ª Compañía. Desayunamos a la carrera y cerca de las ocho de aquella mañana ya estábamos muy cerca del Buyarifen. Nos había acercado hasta cerca de allí en camiones y el resto del trayecto le hicimos andando. Supongo yo que como en otras ocasiones se trataría de proteger un convoy de víveres y provisiones que llevaban a esa cota. Todo parecía un acto más dentro de un servicio rutinario. Al pasar cerca de un pozo de recogida de agua de lluvia, el teniente Galera que mandaba la Sección me dio desde lejos y con una seña la orden de comunicar por radio al capitán Pedrosa que todo iba bien y que estábamos sin novedad. Aquellas fueron mis últimas palabras pronunciadas por el radioteléfono que llevaba colgado a la espalda. De pronto sonó muy cerca de mí una tremenda explosión y cuya onda expansiva nos tiró al suelo a varios de nosotros. No lo sabía todavía pero yo había pisado una mina cobardemente colocada por el enemigo cerca de aquel pozo de agua. Con motivo de la explosión, mi boca se me llenó de tierra y polvo así como de un espeso humo con sabor a pólvora. Un desagradable sabor que se me quedó pegado al paladar durante muchos meses. En todo ese tiempo no pude soportar sin que me produjese náuseas su recuerdo, el simple olor de un fósforo al ser rascado por alguien próximo para encenderse un cigarrillo. Así relataba mi compañero Juan Antonio Espí lo sucedido aquel día en Buyarifen: “No recuerdo bien cómo se llamaba quien te recogió. Era de nuestro pelotón, seguro, y tengo un vago recuerdo de él a pesar del nerviosismo del momento. Recuerdo que Vozmediano y yo íbamos muy cerca de ti. Vozmediano cayó de espaldas por la onda expansiva y yo me lancé al suelo, entonces alguien gritó: ¡morteros!” “Pudo ser un desastre si aquel trozo de terreno hubiera estado sembrado de minas y si tú o alguno de nosotros, hubiese tropezado y caído encima de alguna mina”. “No quisiera confundirme pero creo que pudo ser Antonio Pineda Hernández quien te recogiera. Cuando pasó el primer momento de miedo (no me importa decirlo), estaba Pineda, José Luís G. Vicente, Guajardo, Blanco, (el gallego que lavaba la ropa) y el 1º Pastor, alrededor tuyo. Uno de ellos te había cogido en brazos, y yo creo que fue Pineda. El sanitario creo que era Julio Osuna Coronado, pero de eso no estoy tan seguro”. “Tu accidente fue lo que me hizo centrarme en la realidad de lo que hacíamos allí, a pesar de que nuestro “bautismo de fuego” fuera en Tiugsa meses atrás”. “Durante unos segundos me quedé paralizado, de pie, en medio del camino, y sólo reaccioné cuando el 1º Ortega me dio un empujón y me lanzó a un desnivel que había a la izquierda diciéndome que corriera detrás del monte de arriba. Yo así lo hice corriendo hasta llegar arriba, solo que el sonido de los “pac-cum” no se me quitó de la cabeza hasta que el 1º Ortega empezó a disparar con un fusil ametrallador “fao” que no sé de donde le sacó. Antes, todo me parecía como una película que yo estuviese viendo. Por eso me acuerdo. Lo recuerdo bien porque pasé, del entusiasmo juvenil, a la cruda realidad”. “Al día siguiente con lo tuyo confirmado, o sea que te habían tenido que amputar un pie, un grupo de varios paracaidistas (no te doy los nombres pero fue casi toda la Sección de Asalto), salimos del cuartel con granadas en los bolsillos dispuestos a volar medio barrio moro. Pero nos paró nuestro teniente Galera y dos cabos 1º en el zoco ya que alguien le informó de nuestras intenciones. Con buenas palabras y comprendiendo nuestra rabia por él compartida, nos hizo regresar al acuartelamiento. Jamás volvimos a comentar esto ni entre nosotros. Qué gran oficial era el teniente Galera. Le perdimos la pista al llegar a Las Palmas”. Ahora dejo a Juan Antonio Espí con sus recuerdos del salto en Erkúm arrastrando desde entonces clavados en su rodilla los pinchos de una chumbera y después de su paso por el Hospital de Las Palmas al cabo de mucho tiempo, retomo yo el relato de lo que recuerdo de aquel día 4 de junio de 1958. Antes de que Pineda o quien quiera que fuese, me recogiese y me llevase en sus brazos hasta una camilla de lona, y antes de que el sanitario Julio Osuna, también del 12 curso, me atara fuertemente una goma a la pierna por encima de la rodilla para que no me desangrara, yo, aunque todavía aturdido, ya me había puesto de pie, y al apoyarme sobre el pie derecho no sentí ningún dolor, pero tuve la desagradable sensación de que estaba pisando una enorme, blanda y reciente cagada de vaca. Cuando de verdad empezó a dolerme la pierna fue cuando Julio Osuna me ató fuertemente una goma por encima de la rodilla. Mala suerte para mí, pensé.

De golpe, todos mis deseos, el de continuar siendo militar profesional en el Ejército español; el pensar en incorporarme a las Fuerzas Expedicionarias del Desierto o algo así, el irme a América a comérmela con patatas fritas para hacerme rico; o lo que era lo más próximo e inmediato, el poder continuar la andadura prevista con todos mis compañeros del 12 curso, todo, y de un terrible mazazo, se había venido abajo como un castillo de naipes azotado por aquel seco y cálido viento del desierto que nos llegaba muy fuerte y siempre lleno de arena arremolinada que pinchaba la carne y del que no había manera de protegerse. Pero, resultó que yo…y después de todo….¡estaba vivo! y en buena forma física y mental, y cuando por la tarde de aquel día 4 de junio empezaron a llegar mis compañeros para visitarme al Hospital de Ifni, quiero pensar que quien más o quien menos, y como ya he contado, se llevarían una relativa buena impresión del buen talante con el que yo había recibido esa desgracia. Aquello posiblemente les diera a ellos ánimos para seguir en la liza sin pensar en lo que a mí se me había venido encima. Pero, por lo relatado por Juan Antonio Espí, mis compañeros a punto estuvieron de organizar una sonada en el zoco de Ifni en venganza por lo que a mí me había sucedido. Yo no lo sabía entonces, pero les quedo muy agradecido a mis amigos su acto de compañerismo. Hasta el día 22 de noviembre de 1957 se habían estado produciendo en Ifni algunos incidentes de poca consideración. Era cerca de la media noche cuando en el acuartelamiento de los paracaidistas en Sidi-Ifni sonó el toque de corneta señalando ¡Generala! Los paracaidistas de la II Bandera no tardaron en reaccionar y aunque medio dormidos se vistieron con el equipo de combate. Los Oficiales y suboficiales iban de un lado para otro dando órdenes crispadas. Una vez formada al completo la II Bandera en el patio del cuartel, los paracaidistas esperaban las órdenes oportunas. El comandante Pallás con el semblante preocupado, se reunía con los capitanes y tenientes. Allí se encontraba el capitán Sánchez Duque como favorito del comandante y sus tenientes Soto, Ortiz de Zárate, Calvo Goñi y García Andrés, todos de la 7ª Compañía. Se dieron las órdenes oportunas y se mantuvieron a la espera de los acontecimientos. El resto de la noche transcurrió sin novedad, pareciendo que toda la movilización había sido innecesaria como si de una falsa alarma se tratara. No obstante cerca de las seis de la madrugada del día 23, en las calles de Sidi-Ifni resonaron los primeros disparos de armas automáticas. De la población del Mesti llegaron noticias por teléfono de que no tenían agua y que no podían hacer el pan. Hay un ataque de los moros con armas automáticas y la resistencia parece ser imposible. Otro poblado como Tamucha es atacada por los moros con morteros. Pero quizá lo más grave es el ataque sobre el zoco de Telata porque el ataque moro ha sido muy duro desde el primer momento con un furioso combate dentro del mismo. Las llamadas de socorro y la ausencia de noticias se multiplican: Tiliuin, Tiugsa, Tinín, Bifurca, Hameiduch, están en grave peligro o bien ya han caído en manos del enemigo. En estas circunstancias, el día 24 de noviembre de 1957 el mando militar decide acudir en socorro de Telata designando para esa misión al teniente Ortiz de Zárate, de quien se dice que pronunció unas palabras lapidarias y que han quedado gravadas para siempre en la historia paracaidista:”Entraré en Telata o en el cielo”. Ante la situación de Sidi-Ifni, la I Bandera paracaidista acuartelada en Alcalá de Henares, se empieza a preparar para una inminente llegada a África. Formada esta Bandera entre otros por los componentes del 12º curso al que yo pertenecía, parte casi íntegramente en aviones para Sidi-Ifni. Durante los primeros días nos dedicamos a establecer un cordón de posiciones defensivas en los exteriores de la ciudad. Pero pocos día después, el día 29 de noviembre, desde Tiliuin se comunica por radio que el puesto militar está cercado por tropas moras. Es la 7ª Compañía, sin la sección del teniente Ortiz de Zárate cercada en las proximidades de Telata, la que se ocupa de reforzar la escasa fuerza existente en Tiliuin tomando el mando de la defensa. La importancia del hecho de la liberación de Telata por la sección del teniente Ortiz de Zárate, de no ser por el secretismo con que se llevó la ignorada guerra de Ifni, merecería la consideración de gloriosa tal y como sucediera con el Alcázar de Toledo. De ser norteamericanos y no españoles los personajes de esta epopeya, seguro que ya se habrían realizado varias películas de guerra con estos acontecimientos históricos del ejército español en general y de las Banderas paracaidistas en particular. Telata era en aquel momento un puesto avanzado de Tiradores de Ifni y de Policía, situado a unos 40 Km. de la capital Sidi-Ifni. Debido a los ataques sufridos, los heridos españoles eran necesario evacuarlos al hospital para lo que solicitaron la ayuda inmediata al puesto de mando en la capital. Era el 23 de noviembre de 1957 cuando salían del acuartelamiento de Ifni tres pelotones de paracaidistas hacia Telata. Después de todo el día de marcha hicieron noche sobre el terreno para descansar y seguir al día siguiente aunque ya estaban cerca y se podían ver las edificaciones. Estaba amaneciendo el día 24, cuando se presentó ante el teniente Ortiz de Zárate un moro diciendo que él no quería estar con los insurrectos, donde más de cien hombres de su raza iban a atacar Telata por una zona alejada de las fuerzas españolas de apoyo y a la espera de que éstas pasasen por un lugar obligado. Al poco tiempo, se sufre un intenso fuego de “pacos” y ametralladoras. En ese momento se pretende comunicar la situación al mando en Sidi-Ifni pero los radioteléfonos no funcionan porque la distancia de alcance se ha agotado. Habría que hacerlo a través de enlaces que fueron arrastrándose por el terreno para no ser vistos por los moros. De repente aparecen varios aviones “Heinker” pero sin dotación de bombas, por lo que hay que suponer que se conocía el riesgo que corrían los paracaidistas. Solo que estos aviones que no llevaban bombas se limitaron a hacer varias pasadas en vuelo rasante ametrallando el terreno con escasos resultados ante un enemigo disperso y oculto entre los matorrales. Los dos siguientes días y sin otro apoyo, el contingente paracaidista sufrió varios furibundos ataques por parte de los moros. El teniente Ortiz de Zárate recibe una serie de disparos en el pecho y cae muerto junto con varios paracaidistas. Quedaban dos cantimploras con agua que fueron compartidas entre los heridos más graves y entre los supervivientes, así como unas cuantas latas de sardinas, pan y algo de leche condensada. Por la tarde del día 26 de noviembre se vuelven a escuchar los ruidos de los aviones que regresan para lanzarles paquetes de alimentos y avituallamiento, pero con tan mala puntería que casi todo cae en manos de los moros. Los paracaidistas se conformaron con masticar las palas de las chumberas para mitigar la sed. El día 29 sufren otro nuevo ataque pero se vuelve a oír el ruido de los aviones. Esta vez son “Junker” que pasan de largo por encima de los sitiados porque van a saltar sobre Tiliun. Enorme decepción y pérdida de moral para los paracaidistas en tierra. Pasan varios días de sed y hambre para los hombres que aún quedan con vida de la sección del teniente Ortiz de Zárate muerto en combate. Pero la moral que les resta es avivada por los cabos primero actuando como suboficiales. Por la tarde del día 2 de diciembre, en una curva del camino hacia Telata, resuena el cornetín de carga de La Legión. Eran los Tiradores de Ifni que llegaban al mando de su capitán Rafael Andino. A pesar de que el fuego de los moros seguía sobre los sitiados, si bien aminorado por la llegada de refuerzos, los paracaidistas sitiados saltaban y daban gritos de júbilo con riesgo de caer abatidos. Pero ya estaban liberados. Abrazos, lloros y una alegría indescriptible. Después de unas mínimas atenciones a los heridos, el contingente español se pone en marcha hacia Telata con los muertos y heridos en improvisadas parihuelas. Telata, que la estaban viendo desde muy cerca, se va acercando dejando atrás la loma de la muerte, mucha sangre vertida con honor y mucho sacrificio. Después de salvar a los asediados de Telata entre los que hay mujeres y niños, el día 3 se pone en marcha la comitiva hacia Sidi- Ifni, no sin antes dinamitar todo lo que pueda servirles a los moros. Pero el enemigo sediento todavía de sangre española, vuelve a atacar, con el mismo odio pero reculando porque a lo lejos han oído llegar a otro contingente de paracaidistas que llegan en apoyo de los sitiados. Llegaba en su apoyo la I Bandera que llegábamos cansados por las largas caminatas, por los tiroteos en refriegas con el moro, con alguna baja pero sobre todo porque llevábamos once días sin comer otra cosa que higos chumbos secos y algún que otro huevo de gallina requisado en las casas de los moros que dejábamos atrás.
 El día 8 de diciembre era el día de la Patrona del Arma de Infantería, y se aprovechó para en la explanada del acuartelamiento de Ifni y en un solemne acto castrense, procederse a la imposición de medallas a la vez que se celebraron los funerales por los caídos en acto de servicio. En su momento, cuando los disparos suenan muy cerca de uno, cuando las balas rozan los oídos y las oyes cómo se incrustan en el terreno a tus pies, es cuando te das cuenta de que te encuentras en una difícil situación. Pero no solamente era Telata el puesto que habría que liberar durante aquellos. También fue Tiluin, y esa vez fue la primera ocasión en que el cuerpo de paracaidistas del E.T. realizó su primer salto en acción de guerra. El 29 de noviembre la segunda sección de la compañía a la que pertenecía el fallecido en acto de servicio teniente Ortiz de Zárate, saltó sobre Tiluin en la denominada operación Pañuelo por el espacio tan reducido que había para caer todos lo más cerca unos de otros. Aún así el viento les pasó factura y los paracaidistas fueron a caer diseminados en el terreno. Con aquello no contaban los moros y por eso salieron corriendo al ver sobre el cielo las grandes blancas rosas de los paracaídas. Cuando los paracaidistas entraron en el fuerte, se encontraron con unos asediados demacrados, heridos, enfermos y sucios que habían resistido heroicamente y durante varios largos días con sus noches interminables, el asedio al que fueron sometidos por cerca de doscientos moros disparando y con sus mujeres, dedicadas a proferir sus gritos clásicos que servían para aumentar el pánico entre las mujeres y niños españoles. Su heroica resistencia, al menos mereció el mensaje lanzado desde uno de los aviones: ¡Españoles: tenéis que saber que la abnegación, la valentía insuperable que habéis demostrado en la defensa del honor de la Patria, está causando admiración en el mundo entero, el respeto del enemigo y el orgullo de todos nosotros. Ya falta poco para que os saquemos de esas posiciones que han sido testigo de de vuestro heroísmo. La Nación entera está pendiente de todos vosotros y os envía fuerzas de tierra, aviones y barcos y pronto os sacará de ese infierno. Yo me siento cada vez más orgulloso de todos vosotros. Os abraza vuestro general Zamalloa!

Fin de la primera parte.