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Ifni y una obra de arte literaria


Cuando la palabra escrita se convierte en obra de arte, cuando la exposición de los hechos es todo un compendio del buen hacer periodístico, cuando la humanidad sincera del narrador llega más allá de lo máximo exigible, creo sinceramente que no tengo derecho a no hacer público lo que sé, mucho más habiendo estado allí donde el artista de la palabra escrita relata los hechos.

Vaya esta crónica en homenaje a D, Torcuato Luca de Tena, escritor y periodista español, quien la escribió como corresponsal en aquel momento del diario ABC de donde han sido tomadas estas notas.

A B C MIÉRCOLES 22 DE ENERO DE 1958.

Ifni. (Crónica de nuestro corresponsal.)

Este moro viejo, pata de palo, barba rala y canosa, que se ha detenido para cargar su larga pipa repujada, parece sacado de la ilustración de un cuento de piratas antiguos.

Aquel lazarillo de ciego, cubiertas de moscas las llagas de su cabeza, va apartando a mandobles a los niños, para que no tropiecen con su amo, que avanza tras él palpando el suelo al tacto, mano artificial -de su bastón.

Aquí, unos chiquillos descalzos, vestidas las niñas con unos amplios camisones amarillos y floreados, corretean y juegan.

Allí, varias mujeres negras sonríen, sentadas en el suelo, a la puerta. Puerta minúscula, como de juguete de una casa pintada de añil y al sonreír, sus encías encarnadas y la forma de la media luna de su boca semejan un trozo de sandía sobre el ébano lustroso de sus rostros.

Una joven madre lleva una breve joroba bajo la túnica: su pequeño, colgado, a la espalda y oculto bajo la tela azul.

Entre un pliegue de la tela se descubre, como un pájaro pequeño que quisiera escapar, el piececillo de la criatura.

Pasear por el barrio moro, donde pululan en pintoresca promiscuidad árabes, negros y bereberes tocados los hombres con turbante, fez o breves solideos de lana, constituye para el europeo profano un espectáculo lleno de matices, cargado de sugestiones.

En la calle hay bullicio, sol, moscas y polvo, un borriquillo avanza ahora a paso cansino por la calleja es de una raza enana, muy abundante por aquí. A horcajadas en él, un moro, cuyas largas piernas cuelgan hasta el suelo, dormita, mientras su mujer, doblada la cintura en ángulo recto, y colgada del rabo del asno, carga sobre sus espaldas un increíble haz de leña, bajo
el que avanza medio sepultada.
¡Qué pequeños parecen al lado de este viejo y altísimo camello—altiva mirada de miope, gesto de asco por los olores plebeyos que se cruza con la pareja!

Si tuviera una cámara fotográfica la dispararía en este momento preciso para inmovilizar sobre el papel las tres bestias de carga que, desde Suez hasta aquí, utilizan los árabes desde tiempo inmemorial:

El asno, el camello y la mujer.

Una mocosa de pocos años se ha plantado ante mí, admirada por la extravagancia de algo que ella considera insólito: mi atuendo civil.





La perfección de sus facciones me sirve de índice para imaginar la belleza oculta por la túnica de sus hermanas mayores. Éstas no miran nunca a la cara, desvían la mirada o bajan los ojos al paso de un europeo.

Para ser más exacto, aclararé que esta actitud sólo la mantienen a rajatabla si hay hombres de su raza en la proximidad. Si no los hay, sus ojos ribeteados de carbón—único elemento vivo que emerge del huso azul de su túnica- giran curiosos y femeninos.

Y a veces, “si no hay moros en la costa”, mantienen descarada la mirada. (Lahisa, al menos, comprobó prudente, antes de hablar conmigo, si algún indígena la observaba).

Me he detenido ante un establecimiento de baños públicos.

Los baños, según me explican, son al vapor. Sobre unas brasas, encendidas y aromáticas espolvorean agua, y la niebla así creada limpia y purifica la piel, que ha de ser ensuciada acto seguido con unos masajes, ensalada humana a base de aceites y de pimienta.

Al ver a las mujeres ait-ba-amaranis disfrazadas de fantasmas, y a esta impresión fantasmal colaboran también las babuchas, que las hacen andar silenciosa, sigilosamente es difícil imaginar que bajo tan monótona uniformidad pueda caber la algarabía de adornos y colores que llevan bajo la túnica.

En el interior de las casas, incluso de las europeas, donde ayudan a las faenas domésticas, se desprenden de la túnica azul que las cubre desde las cejas hasta los pies y dejan entonces al descubierto su verdadera indumentaria.

Llevan dos faldas: una larga y amplia, de color amarillo limón, y otra corta, superpuesta a la anterior, ceñida sobre las caderas, y de un violento color naranja.

Sobre la blusa cuelgan multitud de abalorios, dijes, dengues y zarandajas de metal repujado, semejantes a los de nuestras lagarteranas. Y desde el cuello, sobre el escote, unos pendientes de sartas multicolores destacan sus brillantes reflejos sobre la piel mate, color de la almendra tostada.

El pelo negrísimo y desrizado es recogido por un pañuelo, a la chacha cubana, y deja al aire las orejas, atravesadas de largos pendientes.

Las más llamativas de las babuchas suelen ser negras con adornos de metal blanco y sartas rojas, azules o violeta.

Así, al menos, eran las de la muchacha ait-ba-amárani con quien mantuve un diálogo harto sabroso. Ignoro si el vocablo “muchacha” puede aplicarse a una mujer de su edad. En ait-ba-amaran (Ifni), si una mujer llega a los quince años sin haber contraído matrimonio se la puede considerar como una solterona de muy difícil porvenir.

Algunas se casan a los once por eso no sé si el decir “muchacha” a Lahisa, que este es el bello nombre de mi interlocutora, no será en realidad algo arriesgado.

Lahisa tiene ya diecisiete años. Estaba yo preparando los bártulos para mi regreso, cuando unos golpecitos llamaron insistentes a la puerta.

Nadie atendía la llamada.

Abrí la puerta.

Ante mí, toda envuelta en su manto azul oscuro, una mujer, y a sus pies una cesta cargada de mejillones.

Comprar mariscos. Son ricos.

Yo no quería mariscos, pero me interesaba dialogar con la recién aparecida. Era muy joven, esbelta y sus ojos ribeteados de carbón se me antojaron heraldos de un rostro fresco y armonioso.

No tengo cocina la dije. No puedo comprar....

Tres pesetas y yo dar muchos, muchos mariscos.

¿Tres pesetas nada más?

Cinco pesetas y yo dar todos.

Pero no tengo cocina.......

Siete pesetas. Son ricos. Un poco de arroz y riquísimos.

Yo nunca había visto regatear subiendo el precio de la mercancía. La muchacha se arrodilló en el suelo, junto a la cesta, y empezó a depositar los mejillones en hojas de papel.

Al mover los brazos, pensé que la túnica que cubría su rostro dejaría algún resquicio por donde descubrirlo pero no fue así.
¿Cuántos años tienes? La muchacha rió antes de contestar.
Diecisiete.

¿Cómo té llamas? La muchacha volvió a reír.

Lahisa.

Escucha, Lahisa. Me dijistes tres pesetas, después cinco, ahora siete. Creo que me estás engañando, si te quitas el velo te veré en la cara si no mientes.

Arrodillada en el suelo, como estaba, Lahisa se agitó súbitamente por un arrebatado ataque de risa.

Se llevaba las manos a la cara, para contener su velo, y se balanceaba de delante a atrás, al compás de sus carcajadas. Después alzó un dedo y lo agitó enérgico, sin dejar de reír.

Eso no estar bueno. Rellenó todo el contenido de su cesta en los papeles extendidos en el suelo y alzó los ojos.

Nueve pesetas y un poco de turrón. Me miraba expectante, segura de su victoria. ¿Era golosa Lahisa o tenía hambre?

La población indígena que convive en nuestra zona se alimenta, no de lo que producen sus montañas estériles, sino de lo que depositan allí nuestros barcos y nuestros aviones.

Si España se fuera de Ifni el hambre se cerniría sobre la totalidad del territorio, como se ha cernido ya sobre la zona en que se encuentran las bandas rebeldes, donde hay ahora más alimentos para los chacales que para los hombres.

Dime, Lahisa, ¿Por qué hay guerra? Su gesto cambió de súbito. Se puso en pie. Miró a un lado y a otro, por ver si la observaban, y me dijo:

Los hombres ser todos malos, tontos, ignorantes. Su expresión era irritada.

No tener ojos, ser ignorantes.

Recogió su cesta, su turrón y su dinero, y dejando la puerta de la pensión sembrada de mejillones, Lahisa se fue sin descorrer el velo de su rostro, pero descorrido ya el velo de su alma.

La misión de un periodista en Sidi Ifni no ha concluido, pero mi labor particular por estas tierras, sí.

El margen de tiempo robado a otras actividades de las que: quien esto firma no puede desertar, ha sido ampliamente rebasado ya.

Si quisiera buscar un epílogo, encontrar unas palabras a guisa de colofón respecto a cuanto aquí ha acontecido, las últimas palabras de Lahisa me serían de gran utilidad.


Un viento malo ha cegado como el “siroco” del desierto los ojos de muchos.

Lahisa me lo dijo mientras unos indígenas pasaban ante mí, turbante en el cráneo, barba en el rostro, mirada indefinida:

¡No tener ojos! ¡Ser ignorantes…....!

Se cruzó con ellos y siguió su camino, airosa, estrecha y esbelta, como una hoja de eucalipto.

Fantasma ait-ha-amarani bajo su túnica azul.......



Torcuato Luca de Tena.