Nos habían acercado en camiones y el resto del trayecto le hicimos andando.
Supongo yo que como en otras
ocasiones se trataría de proteger un convoy de víveres y provisiones que
llevaban a esa cota. Todo parecía un acto más dentro de un servicio rutinario.
Al pasar cerca de un pozo de recogida de agua de lluvia, el teniente Galera que
mandaba la Sección
me dio desde lejos y con una seña, la orden de comunicar por radio al capitán
Pedrosa que todo iba bien y que estábamos sin novedad.
Aquellas fueron mis últimas
palabras pronunciadas por la radio que llevaba colgado a la espalda. De
pronto sonó muy cerca de mí una tremenda explosión y cuya onda expansiva nos tiró
al suelo a varios de nosotros. No lo sabía todavía pero yo había pisado una
mina colocada por el enemigo cerca de aquel pozo de agua. Con
motivo de la explosión, mi boca se llenó de tierra y polvo así como de un
espeso humo con sabor a pólvora. Un desagradable sabor que se me quedó pegado
al paladar durante muchos meses.
En todo ese tiempo no pude
soportar, sin que me produjese náuseas su recuerdo, el simple olor de un
fósforo al ser rascado por alguien próximo para encenderse un cigarrillo.
Así relataba mi compañero Juan
Antonio Espí (q.e.p.d.) lo sucedido aquel día en Buyarifen:
“No recuerdo bien cómo se llamaba
quien te recogió. Era de nuestro pelotón, seguro, y tengo un vago recuerdo de
él a pesar del nerviosismo del momento. Recuerdo que Vozmediano y yo íbamos muy
cerca de ti. Vozmediano cayó de espaldas por la onda expansiva y yo me lancé al
suelo, entonces alguien gritó: ¡morteros!”
“Pudo ser un desastre si aquel
trozo de terreno hubiera estado sembrado de minas y si tú o alguno de nosotros,
hubiese tropezado y caído encima de alguna mina”.
“No quisiera confundirme pero creo que pudo
ser Antonio Pineda Hernández quien te recogiera. Cuando pasó el primer momento
de miedo (no me importa decirlo), estaba Pineda, José Luís G. Vicente, Guajardo,
Blanco, (el gallego que lavaba la ropa) y el 1º Pastor, alrededor tuyo. Uno de
ellos te había cogido en brazos, y yo creo que fue Pineda. El sanitario creo
que era Julio Osuna Coronado, pero de eso no estoy tan seguro”.
“Tu accidente fue lo que me hizo centrarme en
la realidad de lo que hacíamos allí, a pesar de que nuestro “bautismo de fuego”
fuera en Tiugsa meses atrás”.
“Durante unos segundos me quedé
paralizado, de pie, en medio del camino, y sólo reaccioné cuando el 1º Ortega
me dio un empujón y me lanzó a un desnivel que había a la izquierda diciéndome
que corriera detrás del monte de arriba. Yo así lo hice corriendo hasta llegar
arriba, solo que el sonido de los “pac-cum” no se me quitó de la cabeza hasta
que el 1º Ortega empezó a disparar con un fusil ametrallador “fao” que no sé de
donde le sacó. Antes, todo me parecía como una película que yo estuviese
viendo. Por eso me acuerdo. Lo recuerdo bien porque pasé, del entusiasmo
juvenil, a la cruda realidad”.
“Al día siguiente con lo tuyo confirmado, o
sea que te habían tenido que amputar un pie, un grupo de varios paracaidistas
(no te doy los nombres pero fue casi toda la Sección de Asalto), salimos del cuartel con
granadas en los bolsillos dispuestos a volar medio barrio moro. Pero nos paró
nuestro teniente Galera y dos cabos 1º en el zoco ya que alguien le informó de
nuestras intenciones. Con buenas palabras y comprendiendo nuestra rabia por él
compartida, nos hizo regresar al acuartelamiento. Jamás volvimos a comentar
esto ni entre nosotros. Qué gran oficial era el teniente Galera. Le perdimos la
pista al llegar a Las Palmas”.
Ahora dejo a Juan Antonio Espí con sus
recuerdos del salto en Erkúm arrastrando desde entonces clavados en su rodilla
los pinchos de una chumbera y después de su paso por el Hospital de Las Palmas
al cabo de mucho tiempo, retomo yo el relato de lo que recuerdo de aquel día 4
de junio de 1958. Antes de que Pineda o quien quiera que fuese, me recogiese y
me llevase en sus brazos hasta una camilla de lona, y antes de que el sanitario
Julio Osuna, también del 12 curso, me atara fuertemente una goma a la pierna
por encima de la rodilla para que no me desangrara, yo, aunque todavía
aturdido, ya me había puesto de pie, y al apoyarme sobre el pie derecho no
sentí ningún dolor, pero tuve la desagradable sensación de que estaba pisando
una enorme, blanda y reciente cagada de vaca. Cuando de verdad empezó a dolerme
la pierna fue cuando Julio Osuna me ató fuertemente una goma por encima de la
rodilla. Mala suerte para mí, pensé.
De golpe, todos mis deseos, el de
continuar siendo militar profesional en el Ejército español; el pensar en
incorporarme a las Fuerzas Expedicionarias del Desierto o algo así, el irme a
América a comérmela con patatas fritas para hacerme rico; o lo que era lo más
próximo e inmediato, el poder continuar la andadura prevista con todos mis
compañeros del 12 curso, todo, y de un terrible mazazo, se había venido abajo
como un castillo de naipes azotado por aquel seco y cálido viento del desierto
que nos llegaba muy fuerte y siempre lleno de arena arremolinada que pinchaba
la cara y del que no había manera de protegerse. Pero, resultó que yo…y después
de todo….¡estaba vivo! y en buena forma física y mental. Y cuando por la tarde
de aquel día 4 de junio empezaron a llegar mis compañeros para visitarme al
Hospital de Ifni, quiero pensar que quien más o quien menos, y como ya he
contado, se llevarían una relativa buena impresión del buen talante con el que
yo había recibido esa desgracia.