Hubo entre 1957 y 1958, a medio franquismo en todo lo
suyo, una guerra que el gobierno procuró –y consiguió– ocultar cuanto pudo a
los españoles, al menos en sus más trágicas y sangrientas consecuencias. Se
trató de una guerra de verdad, africana y colonial, en la tradición de las
grandes tragedias que periódicamente habían ensangrentado nuestra historia, y
en la que pagar la factura, como de costumbre, corrió a cargo de nuestros
infelices reclutas, eterna carne de cañón víctima de la imprevisión y la chapuza.
La cosa provino de la independencia de Marruecos en 1956, tras la que el rey
Mohamed V –abuelo del actual monarca– reclamó la posesión de los territorios
situados al suroeste del nuevo país, Ifni y Sáhara Occidental, que llevaban un
siglo bajo soberanía española. La guerra, llevada al estilo clásico de las
tradicionales sublevaciones nativas, pero esta vez con intervención directa de
las bien armadas y flamantes tropas marroquíes (nuestro armamento serio era
todo norteamericano, y los EEUU prohibieron a España usarlo en este conflicto),
arrancó con una sublevación general, el corte de comunicaciones con las
pequeñas guarniciones militares españolas y el asedio de la ciudad de Ifni. La
ciudad, defendida por cuatro banderas de la Legión, resistió como una roca;
pero la verdadera tragedia tuvo lugar más hacia el interior, donde, en un
terreno irregular y difícil, los pequeños puestos dispersos de soldados
españoles fueron abandonados o se perdieron con sus defensores. Y algunos
puntos principales, como Tiliuin, Telata, Tagragra o Tenin, donde había tanto
militares como población civil, quedaron rodeados y a punto de caer en manos de
los marroquíes. Y si al fin no cayeron fue porque los tiradores y policías
indígenas que permanecieron leales, los soldaditos y sus oficiales –las cosas
como son– se defendieron igual que gatos panza arriba. Peleando como fieras.
Entre otras cosas, porque caer vivos en manos del enemigo y que les rebanaran
el pescuezo, entre otros rebanamientos, no les apetecía mucho. Así que, como de
costumbre entre españoles acorralados, qué remedio (la desesperación siempre
saca lo mejor de nosotros, detalle histórico curioso), los cercados vendieron
caro su pellejo. Tagragra y Tenin fueron al fin socorridas tras penosas y
sangrientas marchas a pie, pues apenas había vehículos ni medios, ni apenas
apoyo aéreo. Sólo voluntad y huevos. Sobre Tiliuin, echándole una cantidad
enorme de eso mismo al asunto, saltaron 75 paracaidistas de la II Bandera, que
también quedaron cercados dentro pero permitieron aguantar, dando tiempo a que
una columna legionaria rompiera el cerco y los evacuara a todos, incluidos los
tiradores indígenas, que se habían mantenido leales, y sus familias. El socorro
a Telata, sin embargo, derivó en tragedia cuando la sección paracaidista del
teniente Ortiz de Zárate, avanzando lentamente entre emboscadas y por un
terreno infame, se desangró hasta que una compañía de Tiradores de Ifni los
socorrió, entró en Telata y permitió evacuar a todo el mundo hacia zona segura.
Pero el mayor desastre ocurrió más hacia el Sur, en el Sáhara Occidental,
también sublevado, cuando en un lugar llamado Edchera (estuve hace años, y les
juro que hay sitios más confortables para que lo escabechen a uno), dos
compañías de la Legión fueron emboscadas, librándose un combate de extrema
ferocidad –42 españoles muertos y 57 heridos– en el que los legionarios se
batieron con la dureza de siempre, con grandes pérdidas suyas y del enemigo;
siendo buena prueba de lo que fue aquel trágico desparrame el hecho de que dos
legionarios, Fadrique y Maderal, recibieran a título póstumo la Laureada de San
Fernando (la más alta condecoración militar española para los que se distinguen
en combate, que nadie más ha recibido desde entonces). Pero, en fin. También
como de costumbre en nuestra larga y desagradable historia bélica, todo aquel
sufrimiento, aquel heroísmo y aquella sangre vertida no sirvieron para gran
cosa. Por un lado, buena parte de España se enteró a medias, o de casi nada,
pues el férreo control de la prensa por parte del gobierno convirtió aquella
tragedia en un goteo de pequeños incidentes de policía a los que de continuo se
restaba importancia. Por otra parte, en abril de 1958 se entregó a Marruecos
Cabo Juby, en 1969 se entregó Ifni, y el Sáhara Occidental aún se mantuvo seis
años a trancas y barrancas, hasta 1975, con la Marcha Verde y la espantada
española del territorio. Excepto Ceuta, Melilla y los peñones de la costa
marroquí –situados en otro orden jurídico internacional–, para España en África
se ponía el sol. Y la verdad es que ya era hora.