Por Carlos Martí.
Habana 1897
Capítulo II de su libro EL SOLDADO
ESPAÑOL
Lo que
podríamos llamar primera impresión, lo que queda perennemente grabado, lo que no se olvida jamás es la jura de Banderas.
¡Jurar la Bandera !. Depositar el ósculo
de fidelidad en el acero templado para defensa de lo más sacrosanto, lo más
sublime; prometer dignamente, jurar morir por el símbolo en que se encierran
todas nuestras ambiciones, nuestro honor; ofrecer el nombre, la posición, la
vida en holocausto a la patria.
¿Y qué es
la vida sin patria? Preguntadlo a mil emigrados voluntarios o forzosos,
preguntadlo a los mal aconsejados que tienen el estigma de la deserción en su
rostro y será su contestación una elocuente lágrima, que es todo un poema, un
arrepentimiento sincero y leal.
¡Patria!
La tierra de nuestros padres en donde aprendimos a adorar un Dios inmensamente
bueno, a idolatrar el sentimiento maternal, a conocer lo que es pundonor.
El día en
que tiene lugar la jura de Banderas, el toque de diana resulta más alborozado que
nunca, conmueve como jamás, y la jura, solo la jura preocupa a ]a legión de
futuros héroes que instruidos en los sagrados deberes del honor, solo esperan ocasión
solemne para
sellarlos con el corazón y su conciencia.
Los
soldados están ya en correcta formación; la voz del Jefe se deja oír
¡Presenten! ¡Armas!.. .., y rompe la banda, lanzando al aire las inspiradas notas
de la sublime marcha real española, ese himno de reyes tan sencillo como
solemne, tan magistralmente inspirado como dulcemente conmovedor, y, al
presentarse la Bandera ,
al aire desplegada, los corazones no pueden con emoción y dicha tanta, el alma
se siente pequeña de tan grande, se apodera
del
soldado un halagador frenesí producido por la conmoción: en aquella Bandera
cifran toda su esperanza y su honor, todo su ideal y su grandeza ....Juráis
en nombre de Dios …,y un ¡Si, juramos! Unánime, ruidoso, retumbante,
apaga las solemnes palabras del Jefe, pronunciadas visiblemente afectado,
siguiendo un respetuoso silencio a las que agrega el capellán.
Se besa la
espada y se rinde el primer tributo a la bandera bajo cuya sombra protectora dignificarán a la patria; a la bandera,
honrosa mortaja para el que defendiéndola sucumba; y glorioso proclamante de
las heroicidades de nuestro ejército, de este ejército tan grande como invicto,
tan poderoso como bravo en todos los suelos y en todos los climas.
En este
acto tan grandioso se sella la lealtad a la patria y a los Reyes; las almas
laten al unísono, encarnándose el soldado en el Jefe, al traspasar
el dintel sagrado, al
iniciarse en la honrada y honrosa Institución militar que tiene la nobleza por
divisa, el respeto por lema, el honor por sacrosanto y la patria por toda
aspiración, llenando la
Historia de proezas que hacen inmortales sus páginas, vivo ejemplo para todas las generaciones.
¡Ah, Cuan
grande es el error de las modestas clases en sentir prevención al ejército,
agigantando leyendas, forjándose temores y mostrando mezquindad de espíritu, cuando no
hay sociedad sin ejército, y en el ejército se han hecho ilustres infinidad de apellidos
que de otro modo hubieran permanecido el montón anónimo!
Edmund Burke,
lo dijo: “Bien derramada está la sangre del hombre por su familia, por su Dios,
por su patria; lo demás es vanidad, lo demás es crimen”.